«Qué profunda emoción»

5 de enero de 2024


A ver, debo decírtelo. Creo que no voy a ir a Venecia. No es que no esté en los planes o en el presupuesto (que también), sino que parece que no quiero o no debo ir.

 

Hace más de veinte años, me marché en una travesía de despecho y brutalidad a Italia. Empleé en ese viaje buena parte de mis ahorros. Desde Bari, mi intención era culminar en Venecia. Cada vez que llegaba a una ciudad o me encontraba frente a un monumento o vivía cualquier experiencia, sentía la entrañable (por provenir de las entrañas) necesidad de contárselo, de decírselo. Y no había forma ni móviles. Consumía dentro de mí cada palabra y emoción que me quemaban. En Florencia el sufrimiento fue tan extremo que aún desconozco si padecía el síndrome de Stendhal o el de algún solitario que deambula sin visibilidad ni compasión. Descortés, dejé plantado a Luigi Martelli, un culto profesor que hablaba español y que me había indicado lugares poco turísticos para que relamiera aún más la historia que no podía mostrarle a aquel. Pensaba que ir a cenar con «otro» era sacrílego, una traición, un acto de benevolencia conmigo misma que no merecía. Como si le hubiera importado, ja, ja, ja. Aún me avergüenzo. Perdona, Luigi. 

 

En Milán cumplí treinta años. Estaba hospedada en un hotel miserable en el que las paredes retumbaban por los movimientos, jadeos y la pasión de la pareja de al lado. En la ventana me hice una foto preludio de los selfies que quedó torcida (recuerda, no había móviles); tenía unas ojeras descomunales y el flequillo muy marcado, y, sin nada mejor que hacer, aquella noche puse mi cabeza entre la almohada a resguardo de ese Eros gritón y odioso. 

 

Entonces, contando mis ahorros, supe que aun pudiendo ir a Venecia no lo haría. Estaba agotada. ¿Para qué proseguir un viaje que escudado en repaso cultural parecía una autoflagelación? Tomé 90 000 liras y bajé a la zapatería que me había prohibido mirar. Compré los zapatos negros más bonitos de toda mi vida. Los conservo y relaciono con el no-Venecia, con la imposibilidad de hacerme acompañar por el ausente, pero, a la vez, acariciada por unos pasos guapos que fungían más o menos de corazones artificiales.

 

Entonces, ya en este hoy que lleva un tiempo, me recomiendas el libro de Corbillón: ¡ay!, resulta que una mujer ha perdido a su amor e, intentando pasar el tiempo o eso que llaman «olvidar», se va a Venecia con su madre. En cada capítulo escribe-escribimos una estampa del desamor que es la que dos décadas después releo en mi cabeza de musarañas. De nuevo, no puede ser, Venecia sin ti, y sin mí, claro. 

 

[Perdón, pero en este punto queda bien repetir «Como si te hubiera importado». Fíjate, es un buen recurso, si el lector tiene memoria del segundo párrafo y sabe que hay una historia previa y una presente, quizá conviene este efecto de frases, ya sabes, literaturizamos…].

 

Recordé que alguna vez dijiste —lo leí, en realidad— que fue en Venecia donde hincaste la rodilla (¿te mojaste?) y entregaste una piedra. Para alguien que no ha vivido nada parecido y ha racionalizado este tipo de hechos considerándolos teatrales, para alguien como yo, que piensa que ese no es el romanticismo que esperaba o quiso, resultó muy decepcionante sentir envidia. No es la envidia por la rodilla en tierra, la escena, el anillo y los aplausos de los comensales del restaurante, es la envidia por el esfuerzo.

 

Te esforzaste en pensar, planificar, adquirir, representar, hacer sentir, convencer, ponerte nervioso, involucrar y erigir un escenario para que alguien te diera un sí que ya estaba hecho, y, sin embargo, lo hiciste, porque esa estampa significaba un recuerdo que podríais narrar, recrear de muchas maneras, magnificar, y convertirlo en una historia que tal vez ficcionalizarías y entonces hacerla única, inmensa, tuya, ajá, sí, vuestra. 

 

Te esforzaste en recrear con otro y para otros la literatura de tu sentimiento. Y lo hiciste porque algún día sería recuerdo. Y un recuerdo también habría de ser olvido. Y no podía desdibujarse. Era mejor contarlo. Es siempre mejor narrarlo. Y así ha sido. 

 

Y ese esfuerzo es loable, pero no fue mío. No es mi recuerdo, sino el de la lectura que hice del tuyo. Funciona, qué bien.

 

También tú en Venecia habrías sido un fantasma. Llorarte ahí habría resultado tan inútil «cuando toda Venecia me hablaba de ti». Y tal como descubrimos la mujer del libro y yo, no hubiera servido de nada. 

 

Ese día de mi cumpleaños, mal abrigada, porque era la primera vez que conocía la primavera, me puse a garabatear unas historias, que no eran sino los ensueños del viaje. Hoy las he buscado, y descubrí que tenía varias, un pequeño libro que nunca revisé. 

 

No es valioso literariamente, cuánto cliché, como casi todo lo que prefiguramos de Italia, pero sí por lo que significó, siempre la palabra acompañando la ausencia. Por eso te dejo alguna, por si quieres quedarte en esa pupila que decidió y creo que ha decidido que no debería ir nunca a Venecia. No quería llorar ahí entonces, no quiero llorar ahí ahora.


§

  

Nos dirigíamos a algún lugar cuya consecuencia conocía muy bien. Pero iba contenta, llena de gracia y plena de sensaciones rebeldes ante un fin tan breve. Allí, a orillas del Arno, se erigía una hermosa casa, pintada de mostaza y con tejas rosas. Ventanas a la calle, y al río. Abajo, una familia de patos nadaba contra corriente hacia el hogar. Y yo miré atrás, intentando vislumbrar la sabia cúpula de Brunelleschi. Di un paso y entré.



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https://www.youtube.com/watch?v=JbaYgkON5IE


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Recomendada por V. C. con toda razón y sentimento:


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