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Primavera

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21 de abril de 2024 La mujer le cogía de la mano. Tenía los ojos pequeños, azules, vivaces, tanto, que casi parecían explotar. A él, desde el banco de la parada, se lo decía todo según iba ocurriendo:   —Es un autobús que se llama «Capacitación para profesionales». De color rojo, ya sabes, un autobús en prácticas. Nunca vi uno antes.    Él, de cabello abundante y nevado, sonreía afirmando a cuanto ella contaba.    —Aquí, junto a nosotros, hay una chica alta, blanca y grande (¡mira que es grande!) —él sigue sonriendo y mueve la cabeza—, viste un vaquero y está llena de bolsas del Aldi. A ver, hijo, muévete un poco, ¡o mucho!, ja, ja, ja, que se sienta...   Y más:   —¡Hijo, mira!, la paloma está bebiendo agua de un cuadro de la acera así de pequeño. —Juntaba el índice y el pulgar para mostrarle el centímetro invisible de la medida—. No debe haber más que una gota ahí, pero bien que la aprovecha. Tiene sed, la pobre.    Cuando llegó el autobús de verdad, lo ayudó a levantarse y, siempre d

Cierra el paraguas para siempre

29 de marzo de 2024 Sales, llueve. Llueve y sales, sin más.   Con los pasos lentos en soledad, recuerdas. Y si recuerdas, quieres llorar.   Como el recuerdo a veces fluctúa entre la melancolía, la evocación y la rabia, se genera una infeliz argamasa que desborda el adentro. Así ocurre con algunos, no te explicas cómo hay otros que no usan las lágrimas.   El asunto es el sitio. Buscas soledad. En casa no puedes, los testigos se inquietan. La ducha es muy breve ante posibles complicaciones: a veces los sollozos son irresistibles, u ocurre el alargamiento de un proceso que, como todo lo que rodea a las emociones, no debería programarse. La almohada te deja sin respiración (a ver, que es un desahogo, no el suicidio).   En un parque, la gente… Por increíble que parezca, encuentras el banco perfecto, el metro de césped ideal, el tronco grande que te abraza y aparece el perro, a continuación el dueño, que te mira, te mira y hasta hace un amago por preguntar si estás bien. Si no, surge repenti

«Qué profunda emoción»

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5 de enero de 2024 A ver, debo decírtelo. Creo que no voy a ir a Venecia. No es que no esté en los planes o en el presupuesto (que también), sino que parece que no quiero o no debo ir.   Hace más de veinte años, me marché en una travesía de despecho y brutalidad a Italia. Empleé en ese viaje buena parte de mis ahorros. Desde Bari, mi intención era culminar en Venecia. Cada vez que llegaba a una ciudad o me encontraba frente a un monumento o vivía cualquier experiencia, sentía la entrañable (por provenir de las entrañas) necesidad de contárselo, de decírselo. Y no había forma ni móviles. Consumía dentro de mí cada palabra y emoción que me quemaban. En Florencia el sufrimiento fue tan extremo que aún desconozco si padecía el síndrome de Stendhal o el de algún solitario que deambula sin visibilidad ni compasión. Descortés, dejé plantado a Luigi Martelli, un culto profesor que hablaba español y que me había indicado lugares poco turísticos para que relamiera aún más la historia que no podí

Gasolina

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8 de diciembre de 2023 Fue este domingo pasado en la Parroquia de San Eduardo y San Atanasio.    El niño, tal vez de unos tres años, en pleno silencio, que debía resultarle insoportable, justo en el momento más sagrado del misterio, decidió espetar:   A-ella-le-gusta-la-gasolina-dame-más-gasolina-como-le-encanta-la-gasolina-dame-más-gasolina-a-ella-le-gusta-la-gasolina-dame-más-gasolina-como-le-encanta-la-gasolina-dame-más-gasolina…   En bucle, sin que nada ni nadie le hiciera callarse. Los más jóvenes reían y comprendí que se trataba de una canción que mi memoria debió desterrar hace tiempo. ¿Cómo abstraerse de lo que no se desea saber?    Me dije, «no hay vuelta atrás». Ni para el niño ni para mí. Ambos contaminados, habrá que enfrentarse al destino.   Por atribuirme una curiosidad innecesaria, quise constatar la autoría. Escribí en Google «canción gasolina». Salió todo, salió incluso la invitación a escucharla en todas las plataformas posibles, y un nombre asociado a una noticia esp

Recuerdos del paladar

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26 de noviembre de 2023 Paralelas con océano Ponía el cambur titiaro   — el chiquitín —   en el redondel hecho de harina, huevo, poquita sal y leche. Lo cubría con otro y sellaba. Su «niño envuelto» se unía al resto en la bandeja y, ya en el horno, adquiría sentido y sentidos. Una aleación de azúcar y canela para arrullar. El calor almibaraba a ese pequeño, cobijado, moreno y tierno… listo para mí. Eso, entonces, de aquel lado del Atlántico.   A la mezcla de harina, huevo y leche, el toque de sal. La sartén esperaba para reflejarla, para que una tela sedosa delgadísima y a ratos tostada —con cráteres lunares— solazara después la miel de flores. Enrollar en la bandeja, donde el azúcar esperaba a la «filloa», excelsa, que absorbía y derramaba el zumo.   Eso, también entonces, de este lado del Atlántico.   Las abuelas tocaron mi historia para siempre. La andina. La gallega. Ambas buenas en los fogones. Finas hilanderas que me enredaron con delicadeza, a gota dulce, la madeja de la memoria