Recuerdos del paladar

26 de noviembre de 2023

Paralelas con océano

Ponía el cambur titiaro el chiquitín en el redondel hecho de harina, huevo, poquita sal y leche. Lo cubría con otro y sellaba. Su «niño envuelto» se unía al resto en la bandeja y, ya en el horno, adquiría sentido y sentidos. Una aleación de azúcar y canela para arrullar. El calor almibaraba a ese pequeño, cobijado, moreno y tierno… listo para mí.

Eso, entonces, de aquel lado del Atlántico.

 

A la mezcla de harina, huevo y leche, el toque de sal. La sartén esperaba para reflejarla, para que una tela sedosa delgadísima y a ratos tostada —con cráteres lunares— solazara después la miel de flores. Enrollar en la bandeja, donde el azúcar esperaba a la «filloa», excelsa, que absorbía y derramaba el zumo.

 

Eso, también entonces, de este lado del Atlántico.

 

Las abuelas tocaron mi historia para siempre. La andina. La gallega. Ambas buenas en los fogones. Finas hilanderas que me enredaron con delicadeza, a gota dulce, la madeja de la memoria. Es que eran buenas en la vida.

 

(—Y tú —indagaban los que no sabían— ¿a quién quieres más?

Eso no se pregunta —dije).

 

Dejaron lo óptimo de sus manos en las masas, pero preferían emplearlas en las caricias que rehuía. La charla, extensa, en dos lenguas insustituibles, de refranes, las nuevas palabras y las palabrotas; las de los rezos; las de sanar con tiritas y curitas; los nombres de las cosas que veía, oía, comí; el chucho, el güino. Lengua para decir, lengua para degustar. Para pedir una filloa y un cambur adicionales.

 

¿El cambúre guanche americanizado o la phyllon griega celtíbera? Tardé algún tiempo en aceptar que son cronologías y espacios protectores, míos.

 

Y entonces, con el tiempo, de los niños envueltos y las filloas pasé a todo lo demás. Pasé al resto de la vida.


                             Paralelos irreconciliables 

En Café Arábica tuve dos conversaciones importantes: aquella en la que H. me pedía que me hiciera cargo de sus manuscritos, y la de mi primera cita con S. 

En ese reto dialéctico al que me sometía H., expuso también que estaba seguro de que no existía vida ultraterrena. Tomó un par de granos sin tostar, de los que se derramaban de unos sacos que adornaban el espacio, y aseguró que el paso de las décadas los iría deshaciendo, sin que nada ni nadie interviniese. 

 

—Adita, solo lo sé; si pudiera demostrártelo con la claridad con la que lo veo, cómo observo los polvos estelares, la materia ondulante que nos rodea, inapreciable, la que nos deshace… Solo sé… que lo sé.

 

Y desplazó los granos por la mesa como sería en el cosmos. El aroma del café que se tostaba decía «BÉ-BE-ME», por si yo pudiera obtener la clarividencia de mi amigo. 

 

Fue la última vez. Y quiero decirles que no lo olvido casi ningún día. 

 

En la de S., durante unas dos horas escuché cómo Buda es consciencia y camino para la iluminación. Y con la cucharita y un grano de esos, los del saco de café, que golpeó con la herramienta, hizo el remedo del caer en cuenta de todo lo que es el Todo. 

 

—Ada, solo lo siento. Me gustaría mostrarte la plenitud, cómo el mecanismo para trabajar en la meta es, en sí, feliz. En lo que nos rodea, las órbitas celestes, sus ritmos, que se rehacen… Es así, es… lo que siento.

 

Impulsó otro grano hacia el techo mientras preguntaba si nos veríamos de nuevo. Lamenté no haber probado ese tipo de café optimista con el que se relamía.

 

Fue la primera vez. Y debo decir que es imposible olvidar que he «BE-BI-DO», quizá para intentar creer en un Nirvana que no llegará.




* Ambos textos fueron publicados en Papel Literario el 19 de noviembre de 2023.

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