Cierra el paraguas para siempre

29 de marzo de 2024


Sales, llueve. Llueve y sales, sin más.

 

Con los pasos lentos en soledad, recuerdas. Y si recuerdas, quieres llorar.

 

Como el recuerdo a veces fluctúa entre la melancolía, la evocación y la rabia, se genera una infeliz argamasa que desborda el adentro. Así ocurre con algunos, no te explicas cómo hay otros que no usan las lágrimas.

 

El asunto es el sitio. Buscas soledad. En casa no puedes, los testigos se inquietan. La ducha es muy breve ante posibles complicaciones: a veces los sollozos son irresistibles, u ocurre el alargamiento de un proceso que, como todo lo que rodea a las emociones, no debería programarse. La almohada te deja sin respiración (a ver, que es un desahogo, no el suicidio).

 

En un parque, la gente… Por increíble que parezca, encuentras el banco perfecto, el metro de césped ideal, el tronco grande que te abraza y aparece el perro, a continuación el dueño, que te mira, te mira y hasta hace un amago por preguntar si estás bien. Si no, surge repentino un extraño individuo, tal que tú, seguramente, y profiere frases inconexas. También está solo, pero no llora, o ya no lo hace. Así que, antes de cualquier aproximación, bajas la cabeza, te encorvas un poco más para que ningún otro se dé cuenta y te marchas.

 

Piensas que, quizá hoy, que es Viernes Santo, alguna capilla, de las más pequeñitas, esté dispuesta a acogerte. Pero, justo este día, te recibe a ti y a una veintena de personas que quieren ejercer en silencio su derecho al culto o a sus rogativas. Y como las lágrimas varían de lenguaje, te das cuenta de que la mucosidad necesita de un pañuelo que la ampare. Sonidos, rojeces, gestos incómodos y más personas que miran. Hay que irse.

 

¿Dónde puedes llorar? ¿Dónde explayar la profunda tristeza, esta vez, aderezada con una buena dosis de impotencia? ¿Dónde puedo estar sola en Madrid? 

 

Entonces salgo y llueve más.

 

Vas en medio de cualquier camino rodeado de árboles que florean colores rosas. Un pájaro emite el sonido preciso, ni agudo ni grave; ni gorjeo ni trino. Un pitido que va de rama en rama, como tus pasos. 

 

Te percatas de algo que no defines aún: solo están el pájaro y tú… Y una lluvia ahora intensa que te da la tregua que necesitas. Solo la lluvia es tu cómplice: te camufla mientras te empapa. Bajas el paraguas y dejas que las lágrimas te bañen y se confundan con el agua del cielo. 

 

Cuanto más llueve más libre. La gente no está ahora, ni reparará en ti. Es tu momento, aprovéchalo. Cierra el paraguas para siempre. Quieres echarte en el suelo, restregarte con la tierra y el lodo (oh, no hay lodo, qué ciudad tan limpia); descansar de la pose, del deber, de callarse, de la añoranza, del abuso, de la cobardía, de la violencia que ves y la que subyace, de la inutilidad de tus acciones, especialmente de las buenas. Quieres continuar llorando porque no tienes fe, ni te interesa el futuro, porque intuyes que no habrá más oportunidades, que el tiempo se cumplió, que te negaron y renegaron unilateralmente la experiencia del relato que deseaste para ti —ese relato—, y lloras más porque eres consciente de que ignoras tu único talento. Por creer que importabas y ya entendiste que la vida no es solo tuya, sino un retazo inconexo que cada uno cose como puede. Quieres, con tu rostro en blanco dando la cara frente a quien sea que alguna vez llamaste Dios, que te parta el rayo o te ahoguen las dos corrientes: la de adentro y la que aceptas que te arrojen. Llora mucho. Llora hasta otro día. Mójate de ti. Y, si puedes, hiélate.

 

¡Ridículo pájaro de la lluvia!

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