Primavera
21 de abril de 2024
La mujer le cogía de la mano. Tenía los ojos pequeños, azules, vivaces, tanto, que casi parecían explotar. A él, desde el banco de la parada, se lo decía todo según iba ocurriendo:
—Es un autobús que se llama «Capacitación para profesionales». De color rojo, ya sabes, un autobús en prácticas. Nunca vi uno antes.
Él, de cabello abundante y nevado, sonreía afirmando a cuanto ella contaba.
—Aquí, junto a nosotros, hay una chica alta, blanca y grande (¡mira que es grande!) —él sigue sonriendo y mueve la cabeza—, viste un vaquero y está llena de bolsas del Aldi. A ver, hijo, muévete un poco, ¡o mucho!, ja, ja, ja, que se sienta...
Y más:
—¡Hijo, mira!, la paloma está bebiendo agua de un cuadro de la acera así de pequeño. —Juntaba el índice y el pulgar para mostrarle el centímetro invisible de la medida—. No debe haber más que una gota ahí, pero bien que la aprovecha. Tiene sed, la pobre.
Cuando llegó el autobús de verdad, lo ayudó a levantarse y, siempre de la mano —iban juntos, de la mano juntos—, se dirigieron a los asientos. La mujer grande del vaquero se sentó detrás y pudo escucharla de nuevo:
—Ahora miro yo.
Se quedó en silencio, por fin. Su mirada, esta vez, era la de ella para ella. Él seguía cogiéndola de la mano sin perder un ápice de los pensamientos que su mujer se contaba a sí misma. Eran cinco minutos de descanso de él y la comprendía.
Cuando se bajaron en Alvarado, el conductor tuvo la delicadeza de inclinar la máquina para que a ella no le fuera tan complicado guiar a su marido invidente, con párkinson, sonriente, quizás feliz.
Ella, la de los ojillos, una vez en la acera, siguió dibujando para él la película de la vida.
Él, a sorbos, la bebía.

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