Sofya, la amiga, la experta, et al.

Esta historia quiere cobrar sentido. O tal vez solo estoy ante un lazo que me pertenece y pretendo desatar a mi manera.


Hace muchos años, en los espacios tropicales, aprendiz de estudiante universitaria, una compañera cuya condición física la había transformado en objeto de burla para unos ojos envilecidos portaba una pegatina en su espalda que reproducía un cuadro de una mujer que compartía ese estado físico. Quienes le habían pegado la imagen se reían a su paso, pero ella, acostumbrada a un tipo de miradas, apenas reparó en la diferencia. 


Pude acercarme y quité el papel que constreñí en el puño cerrado como la O’Hara en esa escena de «A Dios pongo por testigo». La chica debió notar algo porque giró sobre sus pasos, yo me excusé y me miró sonriendo con esa tristeza paciente que le caracterizaba. Creo que no sabía por qué dio las gracias, pero lo hizo, no fuese que ¡vaya rareza! yo no estuviese insultándola.


Cuando alisé el folio vi una imagen mal fotocopiada que desconocía. Una mujer madura, vestida con ropas palaciegas y expresión de muy malas pulgas, más bien, de furia incontenible, interpelaba al pintor. Y esperaba de brazos cruzados, aunque en lo absoluto resignada, tan solo detenida.

 

Tardé días en localizar la referencia. No había entonces más que bibliotecas y expertos. Una de estas me dijo que la vestimenta y el entorno parecían situarla en alguna corte europea, quizá del norte, y que mejor buscase pintores realistas de finales del XIX.


Así llegué a Ylia (¿Ilya?, ¿Iliá?) Repin y su cuadro, titulado La gran duquesa Sofya en el convento Novodevichy. Me enteré de que la representada había sido una mujer brillante, curiosa, que escribía versos a escondidas de su padre, interesada en las ciencias, la política y los asuntos europeos. Aunque durante su regencia detentó el poder con fuerza y sin ella. Una autócrata, sí, como algunos paisanos suyos y contemporáneos nuestros.


Y con una fobia que comparto y no revelaré…


Ese año mi compañera se transformó en amiga. No hubo un solo día durante el curso en el que fallara un aventón en su coche hasta mi casa, a una considerable distancia de la universidad. En su Wagoneer nos aprendimos todas las canciones de Hombres G. A los 17, además del Derecho Constitucional, teníamos el deber de memorizar «Sufre mamón, devuélveme a mi chica…».


Si les contase lo que ha sido de ella, daría para una novela. Pero hoy no.

 

Pues bien, aquí empieza la segunda parte de esta historia. 


Revisaba Twitter y en cierta cuenta muchos daban su avenimiento a la imagen de ese cuadro que no veía desde hace tantos años, pero más por el texto que le acompañaba y que consistía en un chiste sobre señoras con carácter. En otra ocasión quizá me habría reído también, pero esta vez no pude, no quise. Lamenté que se tergiversara la historia de la pintura y de su personaje y me vi tentada a mencionar la omisión, pero antes leí comentarios. 


(Aquí es donde un lector impaciente pensaría que una de las respuestas pertenece a la compañera de aquel tiempo, pero no, lo siento, no dije que fuera un relato con final estupendo). 


Entonces vi que una seguidora retuiteaba esa misma imagen con un contenido casi idéntico, pero de 2019. Llamaba la atención a la otra por el plagio de su tweet.


La que copiaba intentó fingir con otra frase que sí, sí, que eso mismo pensaba ella ―risas y corazones―, tratando de disimular que había sido descubierta sin retuitear (parece que hacerlo es una especie de protección de «derechos de autor» no canónica pero sí ética), a lo que la original le contestó que no fingiera y que se percatase de que le plagió el tweet de hacía tres años. Ya no hubo caritas: mejor enterrar el asunto.


Entonces la original rescató y fijó el tweet, cual estandarte, para que quedase constancia de que ella fue la primera en ser simpática. Como además triplica los seguidores de la que copia, pudo ejercer más fuerza.


Tenía demasiados recuerdos asociados como para no inmiscuirme en esta pelea de popularidad. A nadie se le ocurrió mencionar la autoría de la imagen y su historia, que el cuadro del ruso Repin representa a una mujer indignada con su destino, a quien encerraron en un convento de clausura contra su voluntad, en el que se le prohibió al resto de las monjas todo contacto con ella. Luego la obligaron a tomar los hábitos. Pero ella luchó hasta la muerte.


Murió a los 48. Antes intentó cambiar algunos paradigmas, sin éxito, y los derramamientos de sangre derivados de su gestión no fueron más crueles que los del futuro zar, su hermano y carcelero. Y… Y qué.


Trescientos años después lo único relevante es que dos tuiteras y sus seguidores hacen un chiste sobre el mal carácter de Sofya Alekseevna debido al terrible rostro que nos impide dejar de mirarla sin pensar en que nos devorará.


En esta historia, salvo Repin, hay seis mujeres: mi amiga de la universidad, la princesa Sofya, la experta en Arte, la que tuitea en 2019, la que le plagia en 2022 y la que escribe pensando que aquí hay una historia.


Y en una primera versión, una segunda y una tercera he cambiado el final. Hoy he decidido que no hay moraleja, nada. Son los tiempos de siempre. Ni mejores ni peores. Bueno, quizá solo un detalle. Tal vez aún pueda localizar a aquella amiga de los espacios tropicales y memorizar lo nuevo de Hombres G. Las redes humanas siempre han sido las mismas.


Comentarios

Los más...

Un poco de sustancia

Lo que no está

«Qué profunda emoción»