Volver a irse
Va por el arcén de la carretera comarcal. Con fuerza, con brío, a ver si consigue gastar el eufemismo de «energía acumulada». Lleva un móvil en cada bolsillo, hoy puede enfundarlos, hace fresco y necesita una chaqueta ligera. Uno para las fotos; el otro para las comunicaciones, las de siempre o las de emergencia. O las que desearía. Saluda a la mujer del panadero, que hoy lleva intenso peinado estilo Cruella de Vil; también le dice hola, desde el coche, Marilú, quien ha dejado al perro ladrador cuidando de las vacas; otra mujer que no conoce pero que es de ahí le desea buen camino. Ella da las gracias, sigue y, tras dos pasos, se devuelve para responderle que también es de la zona, con ese acento, sí, pero es. Es.
Porta con firmeza sus palos de aluminio y se adentra en los hilos de grava y tierra de los bosques. Pasa un coche, y otro. Y un tractor. Ya no levanta la cabeza para saludar, porque desconoce quién es amigo o no; prefiere camuflarse, ahora sí, de peregrina sin mochila. El rectángulo que se forma entre la baja pared de piedra musgosa y los troncos erguidos de los jóvenes carballos segmentados por su línea de hojas inferiores le parece digno de una foto. Dos coches interrumpen su mirada. Se pierde el momento. Sigue. Un perro afónico intenta amedrentarla. Lo hace, claro, da lástima ese grito cuyo eco proyecta más ladridos, que espanta los cuervos. Se detiene ante un pequeño estanque que surte de agua al conjunto de casas. Le gustaría ver las nubes, el azul pajaritos, la montaña de otras veces reflejados en él, pero hoy no. Hoy debería llover.
Aparca sus pensamientos ahí. Es que el verbo «llover» solo se deja tratar de algunas maneras. Que es determinante y a la vez factible en pocas conjugaciones: llueve-llovería-llovió…. No se puede ordenar ni acusar con él: lloved; llueve tú; ¿acaso lloviste?… Y es lo que a su vez lo convierte en un verbo metafórico: «Lluevo, sí, lluevo muchas veces» —se dice—. «Mi lluvia deja también estelas de grava y tierra en mis bosques. A ver si no causa deslaves, aridez, grietas» —se lame las heridas mientras avanza—.
Se sienta en el banco flecha e indelicado que anuncia el meandro a los turistas. No debería acomodarse; hay que seguir. Se queda. Imagina una historia. Hoy no será capaz de escuchar las canciones de los italianos. Tampoco agradecerá a la vaca el posado del verano. Sería imposible que con esta oscuridad encogiera aún más el corazón si se somete al pódcast de Criminopatía.
Persiste en el inicio de esa historia cuyo final poco importa, y quiere contársela a alguien que sabía leer esta previsión meteorológica de su ser, ese a quien no tenía que dar explicaciones. Pero hoy ella se halla perdida en su bosque y tendrá que relatársela a sí misma:
Iba por el arcén de la carretera comarcal. Caminaba briosa. Saludó a la mujer del panadero; también le dijo hola, desde el coche, la que dejó a las vacas paciendo; otra que no conocía, pero que es de ahí, le deseó buen camino. El perro afónico extendió su eco hacia el resto. Los conductores de esos coches también la vieron. Y el del tractor. Se adentraba en los caminos de grava y tierra. Pasó el estanque, el bosque de los altísimos que tamizan aún más, si cabe, la lluvia fina. Todos la observaron. Dejó rastro.
Nadie la ha visto regresar.
Víctor Colden victorcolden.es 12/08/2022 a las 15:12 2.138.233.62 | Magnífico, me ha encantado, Ada. |
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