Besitos como hormigas
8 de diciembre de 2022
Esto va de juguetes y damas hermosísimas. De ilusiones y apariciones. Prepárate, porque voy a contarte una historia.
En 1917, Carmen, de ojos negros, perdió a su madre, Mercedes, de ojos azules. Tenía cuatro años cuando vio cómo clavaban el féretro de madera. Ella y su hermano fueron separados y entregados a otros parientes, a aquellos que podían hacerse cargo. O aunque no pudiesen, porque era lo que tocaba. A Carmen le correspondió en suertes su tío materno; a Pedro, de dos años, otro tío en la ciudad.
Esto era lo normal en la época, en esos pueblos montañosos de los Andes, la cordillera que atraviesa toda Sudamérica y cuyo extremo norte empieza ahí, justo en el occidente venezolano.
En el pueblo donde estaba la casa familiar la chiquilla tenía muchas tareas, una de ellas era la de cuidar a los otros niños, sus primos. Niños más robustos que ella misma, a quienes vestía, dormía, acompañaba y quería. Su único juguete era la escoba, a la que ataba una rafia y ponía trozos de tela, para hacerla muñeca y bailar con ella, porque Carmen era alegre, mucho, cantaba y bailaba y también pedía a su tío que la escolarizara, lo que, aun por un breve periodo, por fortuna hizo, pese a las reticencias de la señora de la casa.
¿A que todo parece muy «Cenicienta»?
No obstante su talla y delgadez, la niña era fuerte, así que a los cinco años recién cumplidos consideraron que estaba lista para salir a las cuatro de la mañana a buscar leche en otro pueblo de la zona, al otro lado de la montaña. Llevaba un cántaro y caminaba al menos un par de horas. A veces sola, otras con algún primo.
Iba a repetir que esto también podía ser «lo normal en la época», pero sigue siendo fáctico en la nuestra, en muchos presentes de cientos de mundos de los que somos ajenos.
Una de esas mañanas, Carmen vio algo, y no fue la única vez. Tampoco se trató de una visión solitaria. Una señora hermosísima la llamaba. Tenía la particularidad de que de sus manos se desprendían cintas azules y había luz, luz blanca envolvente, hacia donde se dirigía la niña. Cuando se aproximó le pidió a la Señora que la llevara con ella, que la llevara con su mamá, si podía ser, que ella iría atada de esas cintas. Parece que no era el momento, le dijo, o eso quiso entender. Como también le dijeron, al llegar a la casa, con toda naturalidad, que esa mujer era la Inmaculada. Ella lo comprendió así, como otras veces habría de ocurrir, como tantos otros sucesos que contaba y entendía que pasaban, sin cuestionamientos.
¿A que parece que estemos frente a los pastorcitos de Fátima y etcéteras?
No me pidan más por hoy de esa vida. Bastante difícil se me hace contarles.
Este ocho de diciembre, en la festividad de esa Señora, en la tienda de juguetes adonde he ido a comprarme un puzle de dos mil piezas que reproduce el milagro de El jardín de las delicias, he sentado a Carmen frente a mí. Era un escenario donde miles de cajas hermosísimas aparecían en medio de una luz mágica. Me dijeron que me sentara en un banco alrededor de una mesa y que escogiese lo que quisiera. La invité a ver y a ilusionarse, a reír y cantar, a mirarnos y, entonces, empezó a darme decenas de besitos, que me he sacudido como si fueran hormigas, porque no soporto que me llenen de besitos, de tantos que me dio toda la vida.
Como esos que seguramente debió darme cuando hicimos nuestro primer rompecabezas —primero para ambas—, yo, a la edad en la que ella iba a buscar leche a varios kilómetros, y ella en esa década en la que veía a su nieta y pensaba que era una aparición a la que haría unas preciosas trenzas que iba a atar, esta vez sí, con cintas azules.
Comentarios
Publicar un comentario