Mari
9 de septiembre de 2023
Con Mari no he charlado tanto como me gustaría. Cuando lo hago, consigo hondura y la percepción de que escucha, de que escucha bien. Hace tres años me mostró la pequeña bodega donde pensó criar conejos. Le pedí que me dejara tomar fotos y, paciente, me observó hacer mis pinitos. Una ventana añosa me pareció un buen motivo, así que mostrándole el producto me dijo que debía seguir «viendo», que sacara todos los artistas dentro de mí. Desde ese día la vi, a ella, y de otra forma.
Desprendida del cuidado de su padre y de su suegro —veinte años: con párkinson uno, el otro con alzhéimer—, al fin tiene tiempo, todo el tiempo para lo que quiere vivir: viajar con José, practicar yoga, hacer senderismo por las rutas de la Ribeira Sacra, ver películas y leer, que le encanta. Quizá esté mal decirlo, pero casi la hemos felicitado por su liberación. Durante esos días quedé en que le enviaría algunos de mis textos, y las ocasiones en las que me acordé de hacerlo fue muy generosa. No, fue no, ha sido, es una de esas personas que te alivia de todas las cargas. «Creo que si un día vengo por más tiempo me reuniré muchas veces con ella», pensé entonces.
Hace menos de un mes me dijo que esperaba que me recuperase de una tontería que estaba fastidiándome esos días. Me explicó que a una amiga suya le había pasado y no se repitió. Dice que me cuide, que soy muy joven, y me conforta. Me anima. Todo en Mari me parece bien. «Tengo que volver», pienso de nuevo.
La televisión está encendida, pero prefiere atender las visitas que no faltan. Hace calor esta tarde.
Hablamos sobre el chocolate, de cómo lo prefiere y me doy cuenta de que somos golosas. Que yo no debería serlo, le digo, ¿no ves?, y se ríe emitiendo unos leves sonidos que hacen que dé saltitos. Aún es joven, mucho, las canas cubren pocas áreas, pero es joven en todo. Su rostro terso, sonrosado, enmarca la vivacidad de sus ojos. Una amiga y vecina apunta las recetas que ella va dictándole. «Es que Mari cocina muy bien, y tiene los ingredientes y preparación en su cerebro, por eso quiere compartirlos, no gastar el tiempo». Tiempo, tiempo.
Me sitúo detrás de ambas. No quiero perderme una palabra de Mari. Intento, incluso, no anticiparme, porque para ella es importante culminar las frases que empieza, y que no siempre finalizan como predecimos los malos oyentes, ahora lectores, que interrumpimos su texto pensando que va a cerrar de la forma que damos por hecha.
También nos dice que no quiere que algunos asuntos se alarguen demasiado, que nadie merece pasarse la vida cuidando de otros. Y en ese momento sé que sus ojos se vuelven súplica. Lo dice la misma Mari para quien la palabra cuidar significaba amar, hacer lo que ella pensaba que debía hacer, lo cual pudo suponerle un desgaste prematuro. En ese momento le digo que tengo que verla, ponerme frente a su cara, a su altura, mirada frente a mirada:
—Querida Mari. El mundo de los otros es mejor si estás.
Ella no lo cree, está convencida de que no. Claro, sabe lo que se siente si se está del otro lado. Escribe que no poder hablar, depender de una máquina para comunicarse es lo que peor lleva. La palabra, eso, esto.
Y los demás no deberíamos sostener lo contrario. «El mundo de los otros» (¡tonta de mí!) la quiere y condesciende, pero quien se encuentra en su cuerpo paralizado es ella.
Se acuerda de los detalles, y lo manifiesta para que sepamos reconocer lo irremediable. Un día se cayó, sin más, sin posibilidad, como si un espectro hubiera pasado, la empujara y en la carrera arrebató sus muelles, la fuerza de sus músculos, de las articulaciones, de parte de la savia. Y, en su crueldad, el fantasma le dejó una absoluta comprensión, la complejidad de su inteligencia. Para que sepa, para que siempre lo sepa.
Antes de marcharme, cuando iba por la puerta, volví, y te he dado un beso en la frente.
Hoy, quizá, eres una de las abejas o una de las flores entre las que liban, porque sabes que José podrá cuidarte ahí. Eras miel y ahí estarás.
Eres y estás, Mari.
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