Hoy, de ocho a tres
6 de octubre de 2023
Entonces, caí en la cuenta de que me parecía a mi madre. O, más bien, a esas mujeres en edades maduras que pueden ponerse a hablar con cualquier persona sin conocerla y casi con alegría. Esto me espantaba no hace mucho tiempo. La mujer entró al vagón del metro con dos carros de compra, perdió la rueda de uno y, mientras la ajustaba, la ayudé a sostener el otro carro. Me dijo que iba a por comida en un centro de ayuda social; a la espera de empleo, a los cincuenta y un años nadie le da trabajo, ni para la limpieza, no tanto por edadismo, como supuse, identificándome con las nuevas etiquetas sociales, sino porque es gitana... Reparé en que nunca había hablado con una persona que se definiera como gitana. Y tampoco, en España, con una mujer adulta que me dice haber aprendido a leer y escribir recientemente, orgullosa de conseguirlo. Agregó, despidiéndose, que ninguna penuria importaba porque su marido es muy bueno. Le dije, segura y consciente, que eso, ¡eso! es de lo mejor de la vida.
El vestido rosa claro, como su piel, tenía dibujadas flores mínimas del mismo color. Los botones azules eran sus ojos, los de la niña de tres o cuatro meses en brazos de una madre joven. Madre que lee un texto en inglés en el Kindle, o lo intenta; acaba de terminar el té o lo que fuese que bebiera junto al bagel, del que quedan restos. Y ha amamantado mientras hablaba por teléfono con su «Honey», acompañada aun en la distancia por ese padre, que también debe tener ojos azules. Inicio un diálogo de miradas y sonrisas con la niña, tan escasas o nulas en mi vida, porque su curiosidad la lleva a interesarse por los cubiertos, tazas, el bolso, por los movimientos que hago. Le dejo apreciar, asomarse bajo el ángulo del brazo de su madre, y la contemplo, amparándonos en que aquella no nos ve. O tal vez nos deja en paz. Prefiero no interactuar con la madre, ni iniciar nuevas conversaciones (todavía le doy unas vueltas a la anterior). Ni que la mutua simpatía sea descubierta. Bajo esa mirada, que empiezo a vadear, me sumerjo en el móvil y la niña calva llora.
Frente a las zamburiñas, le pregunto qué es lo que peor lleva. «La soledad», me dice sin dudarlo. «Estoy bien por las tardes, pero, al despertar, tras dos años, ¿puedes creer que ya pasaron dos años?, desde que murió Manolo, me encuentro muy sola». Me gustaría decirle que quisiera llamarla más y ser una mejor acompañante de su yo solitario, aunque a veces estoy ausente hasta de mí misma, pero traen el rape y pierdo el norte de la conversación. Me pregunta sobre el empleo, se preocupa, y dejo que lo haga, porque está bien que sepa que preocuparse le da más chispa a sus ochenta y cuatro. ¿Cómo no le digo que la quiero? No he vencido el miedo al derecho de ser cursi. Paga la cuenta y, por su casi invidencia, pide a la camarera que le diga dónde está el dos en el datáfono. Intenta cubrir el importe —lo vi desde el principio con cierta alarma— ejerciendo su sagrada independencia. La que cambiaría sin dudarlo por continuar sus sesenta años de historia sentimental. Pienso que son las tres, he de marcharme. Aún queda lo difícil: levantarse.
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