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Lo que no está

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Entras a la casa de tus tíos. Los saludas uno a uno: María, Pepe, Jesús, Lela. Acaricias el lomo de la gata rubia, que esta vez no puede mostrar su colección de presas.    La barandilla de la escalera y unos tablones del pasillo indican que los pasos subsisten, hay huellas de calzado, de un trajín lento y espacioso.    Vas a las habitaciones, vuelve a sorprenderte que en el salón estén dos camas donde duermen María y Manuela. Como María es invidente, lo tiene todo más cerca y a su hermana para ayudarla cada día.    También ahí está el comedor de los invitados. Cuando hay fiesta, esas camas lucen las mantas bordadas con tigres y osos que el sobrino, el hijo de Ramón, trajo de África cuando hizo el servicio militar.    El comedor vibra esos días. María sonríe mientras Lela y su cuñada y quizás alguna otra vecina del pueblo se afanan entre la cocina y la estancia para que no falte detalle. La comida viene del horno de leña: hay olores, colores, disfr...

Un poco de sustancia

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Hay que leer, me insisto. Es una obligación para quienes conocen la diferencia entre hacerlo o no.    Esa diferencia se transforma en distancia insuperable cuando, además, se pretende escribir.   Funciona, veo la imagen unida a mi cabeza, como un enchufe. Palabras que entran, palabras que salen. En el camino, esa palabras dejan vitaminas: amplían pensamientos, los estiran, aportan; mueven sedimentos; liberan toxinas; modifican expectativas.   Pero también me he dicho que nadie tiene que leer. Ni estar obligado a hacerlo si no conoce «esa» diferencia, si no hay necesidades creadas.    A veces entro a cualquier peluquería. No importan los resultados. Este septiembre fui a una desconocida; mientras el chico cortaba, hablábamos un poco, lo educadamente viable en tal situación. Me preguntó a qué me dedico, contesté que estoy vinculada a los libros. Entonces, sin ningún tipo de vergüenza, con una tranquilidad que me dejó sin reacción, me dijo: «Nunca he leído un ...

Primavera

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21 de abril de 2024 La mujer le cogía de la mano. Tenía los ojos pequeños, azules, vivaces, tanto, que casi parecían explotar. A él, desde el banco de la parada, se lo decía todo según iba ocurriendo:   —Es un autobús que se llama «Capacitación para profesionales». De color rojo, ya sabes, un autobús en prácticas. Nunca vi uno antes.    Él, de cabello abundante y nevado, sonreía afirmando a cuanto ella contaba.    —Aquí, junto a nosotros, hay una chica alta, blanca y grande (¡mira que es grande!) —él sigue sonriendo y mueve la cabeza—, viste un vaquero y está llena de bolsas del Aldi. A ver, hijo, muévete un poco, ¡o mucho!, ja, ja, ja, que se sienta...   Y más:   —¡Hijo, mira!, la paloma está bebiendo agua de un cuadro de la acera así de pequeño. —Juntaba el índice y el pulgar para mostrarle el centímetro invisible de la medida—. No debe haber más que una gota ahí, pero bien que la aprovecha. Tiene sed, la pobre.    Cuando llegó el autobús d...

Cierra el paraguas para siempre

29 de marzo de 2024 Sales, llueve. Llueve y sales, sin más.   Con los pasos lentos en soledad, recuerdas. Y si recuerdas, quieres llorar.   Como el recuerdo a veces fluctúa entre la melancolía, la evocación y la rabia, se genera una infeliz argamasa que desborda el adentro. Así ocurre con algunos, no te explicas cómo hay otros que no usan las lágrimas.   El asunto es el sitio. Buscas soledad. En casa no puedes, los testigos se inquietan. La ducha es muy breve ante posibles complicaciones: a veces los sollozos son irresistibles, u ocurre el alargamiento de un proceso que, como todo lo que rodea a las emociones, no debería programarse. La almohada te deja sin respiración (a ver, que es un desahogo, no el suicidio).   En un parque, la gente… Por increíble que parezca, encuentras el banco perfecto, el metro de césped ideal, el tronco grande que te abraza y aparece el perro, a continuación el dueño, que te mira, te mira y hasta hace un amago por preguntar si estás bien. S...

«Qué profunda emoción»

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5 de enero de 2024 A ver, debo decírtelo. Creo que no voy a ir a Venecia. No es que no esté en los planes o en el presupuesto (que también), sino que parece que no quiero o no debo ir.   Hace más de veinte años, me marché en una travesía de despecho y brutalidad a Italia. Empleé en ese viaje buena parte de mis ahorros. Desde Bari, mi intención era culminar en Venecia. Cada vez que llegaba a una ciudad o me encontraba frente a un monumento o vivía cualquier experiencia, sentía la entrañable (por provenir de las entrañas) necesidad de contárselo, de decírselo. Y no había forma ni móviles. Consumía dentro de mí cada palabra y emoción que me quemaban. En Florencia el sufrimiento fue tan extremo que aún desconozco si padecía el síndrome de Stendhal o el de algún solitario que deambula sin visibilidad ni compasión. Descortés, dejé plantado a Luigi Martelli, un culto profesor que hablaba español y que me había indicado lugares poco turísticos para que relamiera aún más la historia que no ...