Tres intentos de explicarlo

29 de enero de 2023


I

¿Por qué te temo, bicho? 


Porque he visto a otros temerte y, como a los ídolos, te creímos poderoso.
Porque aquel hombre te cogió y quiso mostrarme tus alas. Sí, tú puedes volar.
Porque la profesora de Biología quiso obligarme a quitarte eso.
Porque en la clase de Biología esa chica se rio de que no pudiera quitarte eso.
Porque un día me puse una camisa blanca y no abrazaste mi espalda, solo la surcaste.
Porque apareció en una toalla de un hotel.
Porque, en aquel paisaje de playa y luz, invadiste mi casa y, por las noches, rascabas.
Porque no huyes: te detienes o avanzas. Y puede que sonrías, mientras vas y vienes.
Porque gritas.

Porque contribuiste a expulsarme de dos ciudades.


II



Perdona, Sandra, perdona


No sé si Sandra, inteligente, pragmática y encantadora, me habrá perdonado. Confío, al menos, en que, si recuerda lo ocurrido, lo haga con media sonrisa. 


Sandra era mi compañera en BS, la de Valencia, en un local a pie de la calle Conde de Salvatierra que no subsistió, ni el comercio ni ella; con el tiempo, ni yo. Una de esas compañeras listas y buenas que por fortuna algún otro empresario rescató y ubicó en un lugar que la merecía.

 

Días antes, mientras estuve sola, padecí angustia, desazón. Abrir la puerta cada mañana me inquietaba, como si la dimensión incierta —no desconocida: bien sabía yo lo que podía ocurrir— estaba esperándome del otro lado. Una obra en el local adjunto junto con la fuga de cientos de cucarachas (escribo la palabra y me cuesta teclear), y yo, concentrada en mis tareas, no supe nada hasta que decidir escalarme. Como en cualquier película de terror, el personaje no se entera, sonríe, habla por teléfono y le dice a su madre que pasará a visitarla por la tarde, sin que sospeche incluso que el Krueger de turno pase por su casa antes, quizás le espere agazapado en la bañera. Mi calzado no me avisó, pero la piel de mi piel sí. La piel de la derecha, la de la izquierda.Ya iban lejos, porque llevaba botas, así que cuando sentí lo que sentí era tarde. Sacudí un poco, sin querer comprender: negación y parálisis. Ambos se detuvieron, al unísono. Y, a continuación, siguió, también a la vez y en distintas localizaciones.

 

Miré al suelo, porque a mis piernas era incapaz… Fue cuando lo descubrí: no había escapatoria; se aproximaban, muchas, desplazándose por la alfombra, por las paredes y de nuevo, el techo (como en el piso de Cullera y las noches en vela). Rodeaban mi mesa, trepaban ya por la silla cuya rueda había aplastado un par. Iban a por mí. Secuestrada por el pánico pensé que podía quitarme los pantalones, pero eso significaba verlas en mí y dejar que la calle tras las vitrinas transparentes e impolutas me viera a mí. Así que decidí apretar mis rodillas con todas mis fuerzas para impedir que el ascenso avancea, y ahí sentí un deslizamiento, más bien un resbalón por la derecha y de nuevo un  stop  de autodefensa por la izquierda.Una estaba en el suelo; la otra aún luchaba, pero yo no tenía tiempo, la torre ya era asediada por tierra, mar y aire. 


Me levanté, siempre sujetándome la rodilla, como si tuviera que llevar la pierna conmigo por un desmembramiento. Con la mano libre, cogí las llaves, di al botón del ordenador, hice un nuevo intento de sacudida-expulsión que faltó y salí sin mirar atrás.


Tardé dos días en aparecer. Le dije a mi jefe que era inaceptable. Es la única vez que me enfrenté pensando en mi salud, en mi dignidad, en mí. Aproveché y también pedí una compañera, ayuda laboral. Me dejo a Sandra por media jornada y me aseguro que el local estaba limpio.


Asi fue durante un breve periodo. Pero yo sabía que no era tan sencillo. Una vez que aparecen no les gusta perder terreno. Nos conocemos. Volvieron. En menos cantidad, pero venían contra mí; solo aparecían cuando yo estaba. Llevé un Cucal que tenía conmigo como el martillo de Thor. Así que, aquella tarde, esa de la que se derivaron los extraños hechos por los que Sandrita tendrá que perdonarme, lo hice. 


Las mate con el insecticida. Una docena, más o menos. Era la primera vez que me atrevía sin llamar o rogar. Iban dando vueltas borrachas y agonizantes, mientras yo me aferraba a la puerta de salida, medio abierta. El chico que se asomaba a la vitrina todas las tardes y que dejaba estampados sus mocos en el cristal huyó cuando lo vi con delirio, cuando, blandiendo el Cucal, lo vi como a ellas.


Una vez consideré que la matanza podría haber terminado, trémula, pero colmada de poder, me aproximé. No fui capaz de atravesar el campo. Lo normal, lo sé, era ir a por la escoba, el recogedor y hacer el trabajo. Ese de los que desalojan los restos de la escena criminal. Pero la mínima posibilidad, la mínima, Sandra, de que alguna se moviera, volara hacia mí, porque había unas tan grandes que parecían langostas y esas, ¡esas! se alternativa proyectaban contra los humanos, esa, repito, me derrotó de nuevo. 


Fue cuando tuve la idea. También lo hice por ti. Hubiera sido terrible que ese día tan bonito y soleado, al abrir, porque esa mañana llegarías antes, tu visión se alimentaría de tragedia. Así que cogí la libretita de notas cuadradas, perfecta, blanquísima, y ​​fui, como pude, y casi sin mirar pero con puntería, tirando los papeles sobre cada una; doce o más sábanas mortuorias que servirían para decirte ¡cuidado! o… guardemos silencio triunfal por estos difuntos.

 

Para mí, era muy evidente y natural que varias hojas de papel esparcidas solo sirvieran para cubrir la mortalidad de unas cucarachas.


Pero al llegar viste lo que viste y tiene debido de creer que la libreta se había desparramado por la alfombra. Siento tu horror, querida; ahora, cuando lo recuerdo, sé que hubiera pensado que quien fuera quien fuera el que cubrió cada cucaracha con un papelito tenía que estar loco. Y hubiera salido corriendo de ese sitio, como en efecto hiciste, aunque por otras razones.


Es que sí, estaba un poco loca, Sandra, iban a por mí. Me detestan.



III


La proyección no ha funcionado


Reconfortada por compartir con la gran Clarice la obsesión, pensé que acercarme al insecto serviría como terapia, y escribí un balbuceo hace muchos años, antes de Valencia, antes de todo, incluso antes del  solo  sin tilde y de que descubriera la raya y su función para delimitar incisos o de que prefiriese las comillas angulares, intento literario que me gusta releer de vez en cuando para acordarme de mi autotimo: no, no limita.


Miedo

           «Son miniaturas de un animal enorme»                                                                                                    Clarice Lispector,  La pasión según GH.

  

Ahora ya entiendo este suplicio. Mi vida, la otra, siempre estuvo ligada a la de esas criaturas bestiales. Desde la infancia, al acecho, astutamente ocultas entre alguna camisa a usar durante la mañana. En la noche, asomada por la ventana, esperaban que el sueño invadiera los asustados párpados, prestas a devorar mis células; comenzaban royendo el pus del acné, la cera de los oídos o el moquillo nasal.Y yo… dejaba que me comieran.


Pero aprendí alertas tácticas de escuchar esos pasitos rastrillantes del suelo; contaba sus patas y hasta sabía reconocer a la única coja del grupo, porque lo sé, eran cientos. Sólo cerraba los ojos y esperaba… 


No podía simpatizar con esas viudas de ratones, estaba convencida de su culpabilidad ante la caída «accidental» del pobre Pérez en el chocolate*. Tampoco iba a suplir en ellas mis ansias de matar. A veces, imaginamos destruir a quien perdemos tiempo en odiar; las mil atrocidades que venían a mi mente eran inaplicables a estas víctimas imposibles. También desdeñé la psicología antifóbica que acerca el monstruo para vencerlo.


Y es que la victima fui yo. Un buen o mal día viene de la farmacia con el ácido bórico -mezclado con trocitos-dulces-tentadores es una solución limpia- y me mataron. Eso ocurre con mucha frecuencia allá arriba, o… donde sea. A los ladronzuelos se les fue la mano dejando inerte la mía. Me mataron como a una de esas. 

      

Hoy, heme aquí, en el décimo círculo, torturada por una enorme cucaracha, o seré yo de su tamaño?, lo sería en la otra vida? Su castigo es singular, me obliga a hacer algo siempre detestado: ¡Baila!, dice, ya giro a continuación y giro entre su cojera (porque le falta, porque le falta…) y Strauss, y asimilada al compás, revuelvo la infancia y la adultez perdidas en minucias de su-mi estatura, viendo hacia el piso, aprendiendo, aprendiendo a no ser aplastada, yo, que nunca me atreví a pisar.


¡Bailo!

                                                                             «…Sabía que el error básico de vivir era tener asco de una cucaracha».                                           

Ibídem.


*Hago referencia al cuento “La cucarachita Martínez y el ratón Pérez”, de Antonio Arráiz.

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