Convenciéndome, dándome una palmada amable, de eso va esto
23 de febrero de 2023
Hace unos días, contestaba en Twitter que la decisión de dejar una biblioteca es dolorosa. Desde hace tiempo quería hablar de ello, pero la reconvención del tuitero sobre la indolencia de quien las abandona, ese supuesto desinterés, en mi caso no me pareció justo. Al menos para la época en la que partí de aquel hogar.
Una biblioteca modesta pero consistente de 2700 ejemplares que venían de un pasado de mis padres, de unos pocos de la infancia, los jurídicos y sus aledaños, los de la carrera de Letras («los importantes») y los del disfrute más libre se convirtió en una mis obsesiones cuando tuve que plantearme dejarlos para emigrar sin demasiada carga.
No quería desequilibrar las colecciones; coger de aquí y de allá las sesgaría y pensaba que la unidad enriquece la visión total de una biblioteca que mandé hacer específicamente para quedarme ahí siempre, hasta el fin de los días de los días. Incluso, cuando fuera un fantasma, merodearía por las estancias revisando mis libros también fantasmales. Invertí buena parte de mis ahorros de entonces en hacerme un despacho y también en una cama amplia para poder dormirme, escurrirme, sin que los libros de cada noche cayeran; pasé mucho tiempo buscando un sofá cama adjunto a los estantes de libros y compré varias mesas para quedarme sin más en cuanto hubiera necesidad de seguir leyendo o ¡vaya ingenuidad! escribir al menor rapto de inspiración. Una Emily Dickinson con pantalones pero sin talento.
Cama, mesas y sillas, espacio confortable para vivir el hogar, a solas, claro. Y para leer, escribir, pensar y volver a leer.
En menos de dos años ese plan descarriló. La idea de vivir encerrada sin cumplir el sueño de una estancia permanente en Europa se me hizo insoportable. Y otras cosas, imagínense. Hablemos de una realidad política y supongamos una sentimental… ¿Si?...
Además de los afectos que dejaba, creía que mis libros eran una zona reservada que tenían que acompañarme. Me acordé de una figura histórica que admiro, Francisco de Miranda, quien viajaba con su biblioteca por todas partes, e iba enriqueciéndola a la par de sus travesías. Incluso, le puso nombre: Colombeia.
Hoy lo vemos como un mérito, pero en un XIX en desarrollo, era indispensable para un hombre culto hacerse acompañar por sus libros, únicas herramientas nemotécnicas, de confrontación y debate. Los libros permitían mostrar y mostrarse, dar clases, comprobar una idea. Sí, hoy también, pero entonces no había más soporte que el propio libro después de la memoria. Perder una biblioteca debía ser como extraviarse entre pájaros en vuelo.
Yo creía algo así respecto de mí. Mi viaje no generaba una radicalidad, una ruptura con las cosas, porque mis padres se quedaban, servirían de nexo. Y cuidarían. Quizá, la incertidumbre y unas vidas más extensas en tiempo nos hacen pensar que volveremos una y otra vez a nuestras realidades anteriores, o que podremos trasladarlas en momentos más oportunos, «cuando todo esté bien» y vayamos alcanzando nuestros objetivos. Siempre con la idea de una separación temporal de esos libros, decidí pensar en términos prácticos. Aunque tomé una treintena que consideré importantes literariamente hablando, que viajarían conmigo para recordarme lectora, di prioridad a aquellos que podrían ayudar en términos de formación y empleo. En una época en la que el conocimiento no estaba tan apoyado en lo virtual, aún era útil contar con diccionarios, soportes a la ortografía, la redacción, libros sobre teoría literaria, etc. A ver, que pensaba que viviría de mi carrera, como editora, correctora, docente...
Pero ya no creo. No creo ya. El tiempo asienta o desmorona. Es que es absurdo. La biblioteca me construyó, suplantó espacios de vida que no sabía o no conseguí vivir y fue todo el consuelo que obtuve: edificarla, porque además había tiempo y soledad. Me rebelé y sigo rebelde ante ese destino. Quién sabe. Ahora malvivo con dos pequeñas librerías desordenadas e hilos de libros superpuestos en columnas que yacen en los rincones de mis cuarenta y ocho metros (libros callejeros, como perros que no se quieren sacrificar, han contribuido a incrementarlas: los acaricio y huelo, viejo vicio de librera). Los libros de teoría literaria y ortografía sirvieron de poco. Los diccionarios están en su mayoría en la Web, y tomé decisiones laborales de urgencia, que no se dirigieron hacia aquellos sueños con los que ya no sueño.
El problema persiste. Hay una biblioteca en otro país y unos padres agotados que, sin estar dispuestos a hacer una mudanza completa, preguntan qué extraño de lo que está. ¿Extrañar? Creo que ya nada. Aunque estoy dispuesta al destrozo de aquel paisaje tan ordenado, permanente y artificial. Me he propuesto pedir, incluso, unos libros que me atemorizan, porque conservan marcas que ya no me dirán nada, porque influyeron en decisiones, porque fueron obsequiados por gente muerta. Gente viva que está muerta. Alguno lo abandoné ex profeso: un tatuaje de un futuro que no fue lo quema en la primera página. La arrancaré. Solo por eso que traigan el libro, quiero arrancar, destruir y quemar la página.
La biblioteca, el sofá, mesa, lámparas, la cama, la alfombra donde apilaba en columnas aquellos por ordenar se quedarán solos. Y más de dos mil libros que justificaban esos espacios. Pedí fotos detalladas de cada peldaño, amplié las imágenes, y reconozco que se produjeron pensamientos de un tipo de lascivia que había olvidado, y me he deleitado preguntándome si reelería este u otro. Si rescato aquella colección de literatura policíaca, o la medieval. Falacia.
Está bien, señores: traed algo, sí. El Adolphe de Constant, que pensé había escrito yo tras el desamor —quizá sea útil de nuevo—; una edición del Libro de Fu Manchú, nunca abierta; el Decamerón de papel de seda, hacia el que me estiraba inútilmente cuando era pequeña pues quería comer del bello fruto censurado; cuatro libros de aventuras y nobleza (Dickens, Salgari, Verne, Tagore), que abrieron mi ánimo y corazón a la ilusión de crecer, viajar, mirar, sentir; la Antología del cuento fantástico que preparó Borges, porque ¿cómo pude dejarlo?; algunas de las primeras novelas de literatura fantástica y de misterio: Vathek, Melmoth el errabundo…; Espadas como labios, de Aleixandre (Castalia): vida, amor, muerte... ¿Esos de Durrel en edición especial? ¿Aquel que escribí sobre el Miranda que hoy menciono y que me pediste una vez y del que solo hay un ejemplar? Y ya no sé más, porque no caben, no se puede y no importa. Espero que alguno me redirija y muestre con lupa y brújula el camino que nunca decidí. Que despejen la niebla. Que los pájaros me dejen volar de una maldita vez.
No sé si volveré a aquellos libros; ya no hay que desear el aleph. Me son afines, como a tantos; «me caen bien», pero su sustancia no está en los que dejé. Aparecen y moran en todas partes. Especialmente, dentro de las grutas personales. Varían según cada lectura: nunca son los mismos ni nosotros tampoco. Valen independientemente de mi propia compilación, frustración babelística, aunque instruyesen y esbozaran una idea, un plan de vida que perdió interés. Apenas resultó de ellos una neonata sensible, algo tosca, mirona, soñadora, quieta y callada por muchos años; muslos gruesos de poltrona; manos blancas recluida. Una como cualquiera (costó entenderlo).
Esos libros son compañeros irrenunciables, pero sustituibles. Con todo respeto, y sí, con el dolor razonado de la enésima renuncia.
Qué maravilla de texto, Ada. Me ha encantado. ¡Enhorabuena!
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