La calandria
27 de mayo de 2022
—Papá, déjalo ya, anda, vamos…
Desde Gallegos, la aldea que ni Google encuentra, mi padre sale todos los días por el Camino de Invierno. Y lo hace desde la época en la que nadie lo llamaba así. No tengo duda de que esos 120 kilómetros que restan hasta Santiago, desde las tierras de Pantón, los ha multiplicado ad infinitum en sus caminatas diarias, de paso en paso hasta sus reflexiones:
—He recorrido el Mundo varias veces —comenta, orgulloso y medio burlón.
—¿Qué dices? ¡Qué exagerado! —le tiento.
—Mira, yo ya hice un millón de kilómetros en estas tierras ¡y otros cuatro en América!
—Pero nunca llegaste a Santiago caminando, no es lo mismo.
—Sí que lo es, cuenta la intención…
…Que no le falta, en verano o invierno, sin excepciones. Cuando ve un peregrino, con el atavío de la última tecnología del diseño, él sale a su encuentro engalanado de local: un cayado de madera sin barniz, deportivas blancas gastadísimas, gorra naranja, chándal indescifrable y, acelerando el paso, se yergue, seguro, dispuesto. Aún quedan fuerzas, ánimo y camino que escrutar. El trekking o el hiking no forman parte de su vocabulario, él sendera; si además tiene que recuperar esa senda perdida, la despeja. Los antiguos caminos, esos que en su infancia responsable servían para llegar a las escuelas, para pasar con las ovejas, los que menguaban recorrido para llevar y traer una noticia, llamar al veterinario porque el parto de la Mora venía mal, esos son ahora su obsesión.
—Si este se encontrara despejado, por aquí, con mayor sombra, los peregrinos pasarían más cómodos en verano. Cuando no había O’Camiño, teníamos os camiñiños, y muy limpios, ¿eh? Aquí todo funcionaba, una bifurcación daba a la casa de la tía Lela, del cura, del herrero, del que recolocaba los huesos en su sitio.
Cuando quiero preguntarle sobre ese «recolocador» se detiene: halla una piedra, un muro, el resto de «un» algo que remueve con el báculo expedicionario y recuerda que el maestro les explicó ahí, justo frente a ese prado, ahora cubierto por monte, lo que era un triángulo isósceles. Con la vara multifacética y espadachina ahora hace crujir unas zarzas y me lo explica:
—Así aprendíamos matemáticas.
—Parece que los maestros entonces conocían muy bien lo que es el sentido de la oportunidad —contesto, admirada de apreciar por fin, a mis cincuenta, para qué sirve haber estudiado el isósceles.
—Y a ver, filla, tú que vienes de letras, sabrás que skeles es “piernas”, e iso significa “igual”. ¡No hará falta explicártelo! —Presume de memoria… Ya empieza mi padre a cuestionarse la utilidad de mi educación, incompleta, impráctica, desmemoriada, como toda la de mi quinta, quizá la primera que tuvo tanto tiempo libre y que supo cómo perderlo gustosamente.
Continuamos sendereando con un plan más o menos dispuesto, pero ante la expectativa de que surjan giros inesperados. Es la aventura del día la que me interesa. Hoy, en dirección hacia Abuíme, la meta del dolmen, un hombre flaco, quemado, de mirada beatífica dentro de su escualidez, parece haber salido del tronco de un carballo, como una aparición tolkiana contemporánea. Lleva una de esas gorras con orejeras y dos palos de aluminio que equilibran la aparente debilidad. Pregunta en su español de posibles dónde podría tomar un café.
—¡En mi casa!… —dice mi padre sin pensárselo, y sonrío para mis adentros; al fin podrá secuestrar a un peregrino por un rato—. Es que en estos parajes no hay nada confortable a menos de seis kilómetros… Venga, venga, se lo explico en mi casa. Y no sé por qué ha salido de ese camino ya no tan amigable…
El francés extraviado rechaza la invitación cortésmente. Sabe que debe proseguir y que los antojos citadinos pueden costarle unas horas de luz.
Papá le dice que vaya por ahí, que verá unas piedras grandes y más casas, que siga recto. El otro, cual cervatillo, otea y se marcha. El guía accidental lo sigue con la mirada y melancoliza. Interrumpo su estela. ¿Qué pájaro es aquel?, ¿qué preciosidad de ave nos intercepta el cielo? Él se sorprende, es una calandria. Dice, otra vez didáctico, que ya casi no se ven, que es raro. Se parece al turpial de nuestro… De donde naciste…
Ya no le sale el nombre. Se le humedecen los ojos mientras escucha la gracilidad del canto. Su segunda migración le dejó un reguero de nostalgias. Se gira un poco, yo también veo en su dirección y observo un jabalí, una madre y sus jabatos, quietos, expectantes. Pero no presta atención; en este momento explora dentro de su otro camiño. Así que lo rescato, nos rescatamos.
A mi siguiente comentario, vuelve en sí, ciñe el cayado y, enderezándose, sonríe a medias.
—Papá, déjalo ya, anda, vamos…
Comentarios recogidos de esa entrada:
Anónimo 47.61.163.173 29/05/2022 a las 08:20 Giuseppina Bonino 87.10.166.206 29 de mayo de 2022 a las 11:29 Hermitey 172.98.33.58 29 de mayo de 2022 a las 14:27 | Precioso relato, lleno de vida, lleno de sentimiento .. Felicitaciones Ada Me encantó Tu relato es tan tuyo y al mismo tiempo es tan mío. Aunque el paisaje no encaja totalmente la historia sí. Tanto de padres como de hijos. Y sobre todo, las nostalgias de países perdidos. |
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