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Mostrando entradas de marzo, 2022

Chéjov japonés

Me acerqué a   Drive My Car  pensando que tendría tres horas para ver una delicada película japonesa. Empleo el término «delicada» porque ciertas manifestaciones artísticas de Japón suelen producir en mí un efecto capa, como la nieve que se posa sobre otra fina lámina y luego va asentándose sin estridencias. O no. Porque la experiencia podría haber fracasado. Tengo la percepción de no hallar aporte, riqueza, arrobamiento, momentos preciosos en el cine de hoy. Me aburro. ¡Ahora solo pido que al menos el guion no se centre en forzar reivindicaciones políticamente correctas! Me aburro, sí.  Con  Drive My Car  volví a prestar atención. Literatura y teatro prevalecen  independientemente del código empleado. Da igual si en la misma escena un actor habla coreano, otro taiwanés  y otro lenguaje de signos, el arte teatral consigue que los actores vibren y el  cinematográfico que desnude a los casi muertos por el dolor, la omisión y la culpa. El teatro...

Tiempo

El humo se levantaba sobre las tazas. Cada estela, sinuosa, empezaba a bailar alrededor de la otra, envolviéndose, tanteándose. Nosotros las mirábamos y sé que entonces creía que los vapores eran rojos y olían a caramelo. Quizá así era. La cocina se esparcía a nuestro alrededor con un fondo de pulcritud. Una planta en la esquina, paños meticulosos, delicadezas incluidas. Era, ahora lo comprendo, una cocina escenario. Uno junto al otro, cerca y cómodos, sonreíamos con la aparente calma de quien tanto ha esperado, sin palabras, aún con las cucharillas en las manos. Las dejamos; nos miramos brevemente. En ese momento debimos besarnos. No lo hicimos. No me besaba; no lo besé. Acabó el tiempo. Entonces la tarde declinó y los humos, muy rápidos, se desenroscaron huidizos para aposentarse en las tazas, los líquidos en la tetera y el trío hacia el anaquel; la cacerola devolvió el agua y el té se esparció en su lata roja; retrocedimos por el pasillo, di una mano que fue saludo y despedida y abr...

El gato de Hyroko

Los niños le preguntaron al gato si había visto a Hyroko. El gato dijo «No» y, sorprendido por hablar, salió corriendo hacia el monte, asustado.  Pero luego lo olvidó.

Bodegón nocturno con mandarina

Durante la presentación de su primera novela, la joven autora observó a dos señoras maduras de idéntico estilismo, cual Tweedledum-Tweedledee versión femenina, que se acercaron inquisitivas y directas para preguntarle si podían confiar en que el libro que estaba presentando era «bueno». ¡Porque había cada cosa en el mercado! La autora se quedó ante ellas, pellizcándose por si no era verdad lo que le pasaba: debía valorar su creación para que los posibles lectores se decidieran a adquirirla. Compras, pagos, negocios, ugghh… Ella, tan segura de haber culminado su trabajo una vez entregó el manuscrito a la editorial. Vaya, qué mundo atroz. Apenas despierta de su ingenuidad, retadora, como si tuviera que ofrecer alguna lección, cogió sendos ejemplares y los obsequió a Tararí-Tarará sin dignarse a firmarlos. Sentía vergüenza. Estaba incómoda. Agradeció a los que ahí estaban, a su editor, al amigo que leyó unas palabras, a todos. Fue amable, les despidió con besos y abrazos.  Ya en casa,...

¿Dibujan los tiranos?

Dentro de la caja de colores Prismacolor que podíamos comprar en cualquier papelería de Caracas hace cuarenta años hay un azul, el «azul petróleo», que aún conservo de esa, mi primera caja.   Nunca más lo encontré en las dos siguientes que adquirí, con lo que me he convencido de que los estadounidenses solo enviaban ese tono a países como Venezuela, donde los niños podíamos colorear con naturalidad cualquier elemento referido al recurso que marcó las vidas de nuestra generación.  Saco de uno de los cajones mi  creyón  (adaptación vernácula de  crayon ) para mirarlo y escribir.  Quiero recordar que este azul intenso, no muy logrado (¿acaso no hemos visto la negrura de esa pasta?), pero azul sin ambages, fue el origen del bien y del mal, el instrumento que generó los actuales mapas que terminan negociándose entre los tiranos.  Los del Norte siguen igual que cuando pensaron en los niños del Sur: reparten los colores y nos los sacan.

https://youtu.be/dudIpQbStJo

El escritor que tecleaba en la máquina estaba casi obligado a aprovechar su lienzo. Debía organizar la mente desde el origen. Me parece un avance del pasado. No entiendo las películas donde un personaje introduce el folio, empuja el prensapapeles y, apenas tecleadas dos letras, fuerza la perilla del rodillo, arranca la hoja que sofoca entre las manos y la arroja con más o menos suerte a una papelera. Prefiero esa secuencia de Jerry Lewis ante la máquina imaginaria en  Who’s minding the store. Es que no te sentabas ante una máquina ni siquiera imaginaria sin ideas medianamente claras. Pues eso: escribir en el ordenador como si lo hiciera en el papel de aquella cuidadísima Olivetti de mis padres, modernidad de una adolescencia responsable.

La literatura de las cosas que se quedaron

10 de marzo de 2022 ¿Dónde se quedaron? En las intenciones, en la recreación mental de una escena emocionante, en las palabras que hablaban sobre esas cosas, en las promesas de obsequiarlas y verlas juntos, en los viajes imaginarios y posibles para acercarse a ellas; pero también en una bolsa medio oculta, en el armario, en las cajas puestas arriba: ahí están las cosas que se quedaron. La libreta, un muñeco, ¡otra taza! , el vino blanco, un par de cartas escritas a mano, dos libros, este cuento paralizado. Son las leyendas de las cosas, el relato de esos objetos que darían sustrato a la realidad vivida y que volverían sobre sus pasos para hacerse discurso literario, no ya desde la ensoñación-parálisis, sino desde la actividad del sentimiento. La literatura de las cosas que se quedaron y no lograrán transformarse en recuerdo.

…sintiendo

Hoy estaba pensando en las frases que escribimos o leemos en Twitter. La mayoría de los tuits más exitosos (por el número de «me gusta») apelan a los sentimientos, acompañados de corazones, sonrisas, abracitos. Y me quedé pensando en los sentimientos. Y me quedé…

Vas a una cafetería insustancial

para pedir un café anodino, te diriges hasta aquella mesa útil que seguramente estará coja, te sientas mirando hacia la calle y esperas esa llamada, el pensamiento, la solución del día. Oyes una voz masculina, madura, de dicción marcada: «Este es mi conflicto, entender cómo el hombre creador pasa a la poética de las ideas…».  Explayas las órbitas y prestas atencion: —¿Eso le persigue, maestro? ―Sí, Juan —contesta a alguien más joven―. La razón es la voz de mi conciencia escuchando el eco de la de terceros. Un creador debe llegar a la poética de la sociedad, una sociedad vibrante. No puede trabajar para una sociedad en crisis. Abro la aplicación PureWriter y trato de verter lo que escucho: ―El lenguaje y la literatura enriquecen el poema —continúa, como respuesta a no sé qué pregunta―. La literatura es otra forma de entender el poema… Solo Unamuno aborda poesía y pensamiento. Yo quería formar parte del diálogo, meterme en esas mareas. Pero no eran las mías. Por un momento especulé c...

Afable (2da. acepción, adjetivo en desuso)

«Lo verdaderamente interesante de un libro es lo que no puede ponerse en la sinopsis», dice Rafael Ruiz Pleguezuelos en el artículo «Slow Reading »  de  Qué Leer .   Tal vez el autor se refiere al rastro emocional, a esa respiración acompasada que escolta el cierre del ejemplar. Quizá. O puede estar hablando de la línea de diseño, el diferenciador que algunos aprecian cuando se aborda lo literario. Que no es inefable, ¡cuántos tratados, si no!, pero un resumen no soporta media nota sobre el estilo que enlaza al texto. Los lectores de pestañas o contracarátulas se despistarían. Y también ocurre que alguna literatura es su propia sinopsis.   La frase de Ruiz Pleguezuelos me ha gustado; es connotativa, por eso la cito.

¿Es verdad que la escritura salva?

6 de marzo de 2022 —¿Acaso lo dudas?  —Siempre.  O    —Siempre. ¿Acaso lo dudas?