Bodegón nocturno con mandarina
Durante la presentación de su primera novela, la joven autora observó a dos señoras maduras de idéntico estilismo, cual Tweedledum-Tweedledee versión femenina, que se acercaron inquisitivas y directas para preguntarle si podían confiar en que el libro que estaba presentando era «bueno». ¡Porque había cada cosa en el mercado!
La autora se quedó ante ellas, pellizcándose por si no era verdad lo que le pasaba: debía valorar su creación para que los posibles lectores se decidieran a adquirirla. Compras, pagos, negocios, ugghh…
Ella, tan segura de haber culminado su trabajo una vez entregó el manuscrito a la editorial. Vaya, qué mundo atroz.
Apenas despierta de su ingenuidad, retadora, como si tuviera que ofrecer alguna lección, cogió sendos ejemplares y los obsequió a Tararí-Tarará sin dignarse a firmarlos.
Sentía vergüenza. Estaba incómoda.
Agradeció a los que ahí estaban, a su editor, al amigo que leyó unas palabras, a todos. Fue amable, les despidió con besos y abrazos.
Ya en casa, tras cerrar la puerta, sin apenas otra idea, tomó una mandarina, la desgajó y lamiendo su dulzura pasó el resto de la noche preguntándose si sería capaz de recomendar su propio libro. Si lo escribió con la convicción de que era lo mejor que salía de sí misma.
Recordaba una cita de James Salter: «Has de escribir en lugar de vivir», por tanto, sin haber conseguido vencer la tentación del bienestar seguramente era indigna de llamarse escritora. Le faltaba tormento, herida. Que, quizá, había traspasado el umbral cuyo acceso solo se concede a quienes lo merecen.
Decidió solventarlo. Su noche duró treinta años.
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