Hay que leer, me insisto. Es una obligación para quienes conocen la diferencia entre hacerlo o no. Esa diferencia se transforma en distancia insuperable cuando, además, se pretende escribir. Funciona, veo la imagen unida a mi cabeza, como un enchufe. Palabras que entran, palabras que salen. En el camino, esa palabras dejan vitaminas: amplían pensamientos, los estiran, aportan; mueven sedimentos; liberan toxinas; modifican expectativas. Pero también me he dicho que nadie tiene que leer. Ni estar obligado a hacerlo si no conoce «esa» diferencia, si no hay necesidades creadas. A veces entro a cualquier peluquería. No importan los resultados. Este septiembre fui a una desconocida; mientras el chico cortaba, hablábamos un poco, lo educadamente viable en tal situación. Me preguntó a qué me dedico, contesté que estoy vinculada a los libros. Entonces, sin ningún tipo de vergüenza, con una tranquilidad que me dejó sin reacción, me dijo: «Nunca he leído un ...
Entras a la casa de tus tíos. Los saludas uno a uno: María, Pepe, Jesús, Lela. Acaricias el lomo de la gata rubia, que esta vez no puede mostrar su colección de presas. La barandilla de la escalera y unos tablones del pasillo indican que los pasos subsisten, hay huellas de calzado, de un trajín lento y espacioso. Vas a las habitaciones, vuelve a sorprenderte que en el salón estén dos camas donde duermen María y Manuela. Como María es invidente, lo tiene todo más cerca y a su hermana para ayudarla cada día. También ahí está el comedor de los invitados. Cuando hay fiesta, esas camas lucen las mantas bordadas con tigres y osos que el sobrino, el hijo de Ramón, trajo de África cuando hizo el servicio militar. El comedor vibra esos días. María sonríe mientras Lela y su cuñada y quizás alguna otra vecina del pueblo se afanan entre la cocina y la estancia para que no falte detalle. La comida viene del horno de leña: hay olores, colores, disfr...
5 de enero de 2024 A ver, debo decírtelo. Creo que no voy a ir a Venecia. No es que no esté en los planes o en el presupuesto (que también), sino que parece que no quiero o no debo ir. Hace más de veinte años, me marché en una travesía de despecho y brutalidad a Italia. Empleé en ese viaje buena parte de mis ahorros. Desde Bari, mi intención era culminar en Venecia. Cada vez que llegaba a una ciudad o me encontraba frente a un monumento o vivía cualquier experiencia, sentía la entrañable (por provenir de las entrañas) necesidad de contárselo, de decírselo. Y no había forma ni móviles. Consumía dentro de mí cada palabra y emoción que me quemaban. En Florencia el sufrimiento fue tan extremo que aún desconozco si padecía el síndrome de Stendhal o el de algún solitario que deambula sin visibilidad ni compasión. Descortés, dejé plantado a Luigi Martelli, un culto profesor que hablaba español y que me había indicado lugares poco turísticos para que relamiera aún más la historia que no ...
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