Hay que leer, me insisto. Es una obligación para quienes conocen la diferencia entre hacerlo o no. Esa diferencia se transforma en distancia insuperable cuando, además, se pretende escribir. Funciona, veo la imagen unida a mi cabeza, como un enchufe. Palabras que entran, palabras que salen. En el camino, esa palabras dejan vitaminas: amplían pensamientos, los estiran, aportan; mueven sedimentos; liberan toxinas; modifican expectativas. Pero también me he dicho que nadie tiene que leer. Ni estar obligado a hacerlo si no conoce «esa» diferencia, si no hay necesidades creadas. A veces entro a cualquier peluquería. No importan los resultados. Este septiembre fui a una desconocida; mientras el chico cortaba, hablábamos un poco, lo educadamente viable en tal situación. Me preguntó a qué me dedico, contesté que estoy vinculada a los libros. Entonces, sin ningún tipo de vergüenza, con una tranquilidad que me dejó sin reacción, me dijo: «Nunca he leído un ...
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