Tiempo

El humo se levantaba sobre las tazas. Cada estela, sinuosa, empezaba a bailar alrededor de la otra, envolviéndose, tanteándose. Nosotros las mirábamos y sé que entonces creía que los vapores eran rojos y olían a caramelo. Quizá así era.


La cocina se esparcía a nuestro alrededor con un fondo de pulcritud. Una planta en la esquina, paños meticulosos, delicadezas incluidas. Era, ahora lo comprendo, una cocina escenario.


Uno junto al otro, cerca y cómodos, sonreíamos con la aparente calma de quien tanto ha esperado, sin palabras, aún con las cucharillas en las manos. Las dejamos; nos miramos brevemente. En ese momento debimos besarnos. No lo hicimos. No me besaba; no lo besé. Acabó el tiempo.


Entonces la tarde declinó y los humos, muy rápidos, se desenroscaron huidizos para aposentarse en las tazas, los líquidos en la tetera y el trío hacia el anaquel; la cacerola devolvió el agua y el té se esparció en su lata roja; retrocedimos por el pasillo, di una mano que fue saludo y despedida y abrí y cerré la puerta. 


Ya no coloqué con suavidad mis pequeños pendientes, ya no miré mi adultez solitaria al espejo. Volví al territorio del sofá, sin magdalenas, sin gato, sin novio, con mi cuento de Clarice a punto de empezar.


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Los más...

Un poco de sustancia

Lo que no está

«Qué profunda emoción»