Vas a una cafetería insustancial
para pedir un café anodino, te diriges hasta aquella mesa útil que seguramente estará coja, te sientas mirando hacia la calle y esperas esa llamada, el pensamiento, la solución del día.
Oyes una voz masculina, madura, de dicción marcada: «Este es mi conflicto, entender cómo el hombre creador pasa a la poética de las ideas…».
Explayas las órbitas y prestas atencion:
—¿Eso le persigue, maestro? ―Sí, Juan —contesta a alguien más joven―. La razón es la voz de mi conciencia escuchando el eco de la de terceros. Un creador debe llegar a la poética de la sociedad, una sociedad vibrante. No puede trabajar para una sociedad en crisis.
Abro la aplicación PureWriter y trato de verter lo que escucho:
―El lenguaje y la literatura enriquecen el poema —continúa, como respuesta a no sé qué pregunta―. La literatura es otra forma de entender el poema… Solo Unamuno aborda poesía y pensamiento.
Yo quería formar parte del diálogo, meterme en esas mareas. Pero no eran las mías. Por un momento especulé con que tal pensamiento escucharía esa llamada, el útil, la solución del día.
Pero apenas se relaciona para que hace un rato me encontrara con estas notas y, en la nueva cafetería insignificante de mi ahora, vaciada y vencida, escribiera ―sobre otra mesa coja― párrafos que ahora leemos y no saben a nada.
¿Quiénes eran maestro y discípulo? Ah, no lo sé, me marché sin mirar.
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